viernes, 4 de enero de 2013

De palabras y silencios


Por Juan Carlos Martínez

Cada vez que el apellido Matzkin aparece en los medios de comunicación, cualesquiera que sea el motivo, la memoria colectiva no puede menos que volver la vista atrás para reconstruir parte de la historia de quien fuera diputado nacional durante el menemismo y ex ministro del Interior del presidente interino Eduardo Duhalde.

La oportunidad la acaba de ofrecer David Matzkin, uno de sus hijos, al quejarse públicamente por las franquicias -a las que calificó de prácticas comerciales desleales- que se otorga a las cooperativas sobre las empresas privadas que explotan medios de comunicación audiovisuales, una actividad de la cual los Matzkin participan a través de sociedades propias o de terceros.

Independientemente de las razones y sinrazones expuestas por David Matzkin, es imposible sustraerse a la tentación de hablar de la historia que hay detrás de una familia cuya cabeza es uno de los símbolos vivientes de la degradación política de los noventa.

El paso de Jorge Matzkin por la función pública está signado por escandalosos actos de corrupción, a los que se suman los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, cuando el pampeano era ministro del Interior.

Con la sangre todavía caliente de aquellos dos luchadores sociales, Matzkin atribuyó aquellos crímenes a “un enfrentamiento” entre los mismos grupos que reclamaban pan y trabajo, pero ya se sabía que los que apretaron el gatillo fueron policías mandados a reprimir a sangre y fuego.

Matzkin empleó el mismo discurso que con frecuencia utilizaban los partes oficiales de la dictadura cuando la perversión del lenguaje llamaba enfrentamientos a las ejecuciones o ajustes de cuentas entre los grupos disidentes de los militares.

En pleno festejo del remate del patrimonio nacional, fue justamente el pampeano, siendo presidente del bloque justicialista en la Cámara Baja, el artífice del ingreso del diputado trucho para que pudiera aprobarse la privatización de la empresa estatal Gas del Estado.

Jauretche lo calificaría de cipayo. Alguien menos diplomático lo llamaría corrupto.

Ni los múltiples latrocinios cometidos en perjuicio del erario ni los crímenes de aquellos dos piqueteros y otros hechos como las amenazas de muerte lanzadas contra un peón de campo y su familia, ni el intento de homicidio contra un joven ladrón que le robó a su hijo sesenta pesos y un atado de cigarrillos, han sido suficientes para procesarlo y condenarlo.

Ofrecido este breve prontuario político de Jorge Matzkin, volvamos a David para decir que no se trata de cargar sobre los hijos las tropelías que pueden cometer sus padres. 

Tampoco se le puede negar el derecho a expresarse libremente, pero lo que no puede ignorar este joven empresario es la forma en que los Matzkin alcanzaron la prosperidad económica de la que hoy gozan y que los coloca en la galería de los nuevos ricos de La Pampa.

Si David Matzkin supiera que su padre no amasó la fortuna que hoy tiene vendiendo escobas, es posible que optaría por aquel proverbio que se inclina por la potestad de los silencios antes que la esclavitud de las palabras.

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